La cata.

Cuando el papa fue a Brasil este verano comió un montón de tarta. No quiero decir que el papa tenga una obsesión rara con comer tarta, no es un obseso devorador de tarta, no tiene manchas de tarta en su camisón papal, no la come antes de dormir y antes de salir de la cama por las mañanas; no es un gourmet ni aprovecha sus viajes por el mundo para probar tartas de todo el globo. En realidad ni siquiera le gusta la tarta, no le gusta lo dulce; lo considera contrario a los principios del cristianismo. Si fuera por él se alimentaría exclusivamente de hojas de palma y vino barato, como cabeza visible de la religión católica lo suyo sería alimentarse solo de cosas cristianas.

Pero a veces por motivos protocolarios tiene que comer tarta, comer tarta en público además. En Brasil como en todas partes cada vez que el papa comía con algún dignatario acababa habiendo una tarta involucrada, tartas de banquete además; tartas que son servidas como colofón a la comida, tartas canto de cisne en las que los anfitriones ponen toda su ilusión. Si sois seguidores del papa seguro que habréis visto ese espectáculo; los portadores de tarta, la bandeja de plata y la banda de música que toca la canción de la tarta para el papa. Tartas para las que se ha compuesto música de acompañamiento, música tocada en directo por las mejores orquestas del país.

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Gran expectación. Vidas en juego.

A quien no habéis visto es al catador del papa, ese no sale ante las cámaras aunque su trabajo sea el más importante. No, él actúa detrás de la cortina, su trabajo acaba justo antes de que empiecen a sonar las trompetas.

Los días que el papa se ve obligado a comer tarta son los más tensos para el catador del papa. El resto del año es pura rutina catando los humildes purés que traen de las cocinas del vaticano, comidas muy planas hechas por mujeres muy devotas y honradas a las que la idea de atentar contra la vida del sumo pontífice ni se les pasa por la cabeza. Mujeres italianas con pañuelos en la cabeza que agradecen a Dios la oportunidad de servir al papa en cada vuelta de cucharón.
Pero los días de tarta no, esos días son pura tensión esperando a que le traigan la tarta, una tarta que podría ser la última. Siempre son tartas lujosas, colosos de repostería con varios pisos y muchísimas capas de ingredientes desconocidos y potencialmente letales. Tartas muy de filigranas, con pequeñas perlas de nata, mosaicos de frutos secos, con versículos de la biblia escritos en chocolate con un trazo finísimo. Joyas culinarias en las que da reparo clavar el cuchillo, especialmente si el primer pedazo va a ir a parar al plato de un humilde catador.
Éste, con mucho miedo y mucha profesionalidad saborea la tarta buscando con su lengua algún veneno entre las capas de bizcocho, saboreando con mucho miedo a morir lejos de casa.

Un solo bocado podría ser fatal

Tranquilos eh, nadie va a morir hoy aquí.

Al catador no le pasa nada después de probar la tarta. Acaba su pedazo, esperan un tiempo prudente y se preparan para servir el resto de la tarta. Antes de servir la tarta tienen que arreglarla, no pueden servirla en la mesa del papa faltándole un pedazo, eso sería totalmente indecoroso, El papa y sus anfitriones no son estúpidos, ellos saben perfectamente que la tarta ha sido probada; pero para los fotógrafos y la prensa la tarta tiene que aparecer incólume, intacta, inmaculada.

Eso lo arreglan unos orfebres que tradicionalmente forman parte del séquito del papa. Después de que el catador se lleve su trozo, en ese minuto entre que la tarta está preparada, el catador la prueba y los camareros la sirven; en ese momento los orfebres ponen en el pastel una prótesis, le parchean ese espacio con una réplica exacta de la porción que ha sido cortada. Un trozo de tarta falso, un pedazo totalmente ajeno a la unidad de la tarta pero que encaja en ella de forma exacta gracias al trabajo de estos profesionales.
Este nuevo trozo no intenta engañar a nadie, se parece al resto de la tarta pero anuncia su presencia con destellos de diamantes y oro. Es una joya exquisita con forma de pedazo de pastel, hecha con oro, plata, piedras preciosas, marfil de elefante, de hipopótamo y ballena, exquisitas láminas de cristal coloreado que separan capas de perlas auténticas que flotan en un mar de ámbar.

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Le traen uno como este cada mañana.

Sirven la tarta con este trozo, con esa absurda fortuna ahí; nadie la toca, nadie la menciona, nadie señala la maravilla que es. Queda ahí como testimonio de la perfección de la creación de dios.
La prótesis, ese relleno incomestible, intragable, inútil; ese trozo de metal es muchísimo más caro que el pastel. Solo con el dinero gastado en perlas se podría pagar una escuela de repostería que podría superar el nivel del pastel original. Con una sola cucharada de ese falso trozo de pastel se podría pagar toda la estancia del papa en Brasil. Subastando el pedazo de pastel en eBay se podría sacar dinero suficiente como para construir un nuevo Brasil, se podría pagar a obreros para que hicieran una plataforma continental en medio del océano Pacífico y construyeran una réplica exacta del país.

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