Cuando uno piensa en un agente secreto lo imagina armado con pistolas silenciosas, dardos venenosos y máscaras de latex; herramientas exclusivas de un gremio obsesionado por el secreto y la tecnología. Pero en el maletín del espía hay espacio para más cosas, hay espacio para comida por ejemplo.
Comida adecuada para el espionaje, comida muy vista, comida que pasa desapercibida y garantiza el anonimato mientras vigilan a disidentes políticos y terroristas internacionales. Siempre comida ligera, perfecta para tenerla siempre encima por si te entra hambre pero que no te estorbe si tienes que echar a correr detrás de un sospechoso. Bocadillos, sandwichs, hamburguesas, kebabs; pitanza que no requiere más que una mano para así poder tener la otra cerca de la pistola o el bolígrafo que dispara ácido.
Recetas de espía, comidas para llevar que han sido cocinadas en talleres y laboratorios militares bajo secreto de estado. Bocadillos cuyos ingredientes no serán desclasificados hasta dentro de cincuenta año, recetas guardadas tras tres candados y cocineros que no han visto la luz del sol desde la caída del Muro de Berlín. Joder, comida periscopio; comida creada específicamente para ser usada en una vigilancia, para poder observar sin ser visto. Un bocadillo cuyo pan tiene unos huecos en la corteza por los que puedes mirar y sacarle fotos a una persona que está detrás tuyo, artilugios creados sin espejos ni lentes ni microfilms, solo con jamón york, lechuga, queso y a veces un poco de mostaza.
Un HOT-DOG con la salchicha hueca y lentes de aumento en cada extremo, incluso con una servilleta que permita instalar el hot dog en el rifle de presicion en caso de ser necesario.
Bocadillos altos como una persona, bocadillos tan grandes que te harías una foto junto a ellos pero que no están hechos para comer si no para matar; un rifle de precisión entre dos panes y un hot-dog adosado.